miércoles, 7 de enero de 2015

DYLAN THOMAS y la muerte no tendrá señorío SOLARIS GINSBERG

Revisitar una película que no me acabó de satisfacer en el pasado pero cuyo eco novelístico convocaba su encuentro en otro estado sentimental, puede traer una intensa sorpresa poemática escondida en su tejido argumental.




La versión de Soderbergh de la célebre novela SOLARIS (que comenté en http://lecturasentrelazadas.blogspot.com.es/2014_08_01_archive.html) introduce un inspirador poema de DYLAN THOMAS como elemento crucial de su perspectiva y así ahonda en el gran debate vital de sus dos protagonistas.



La poderosa dicción del doblador español de George Clooney sobre la imagen perturbadora de Natascha McElhone, en un comienzo y final perfil de azul cósmico (la preocupada "visitante" de Solaris), acotando el rojo pasional de la persona recordada en los instantes previos a su suicidio, mientras toma el libro del poeta y sus "preparados" médicos, eleva la escena a un climax de fuerte significación.

Parece como si el director y/o guionista utilizaran ese poema para centrar su versión cinematográfica precisamente en  tal elemento, ajeno pero tan concomitante en su penetración espiritual, lo que también está presente en la aclamada y clásica versión de Andrei Tarkovski donde pretenden asomarse más abstractamente otras temáticas.

  

Representa la experiencia de la "visitante" de Solaris una vívida segunda oportunidad para recuperar el sentido de una relación amorosa.

Más en su integridad, y en la versión traducida por Elizabeth Azcona Cranwell en campodemaniobras.blogspot.com.es, el poema de DYLAN THOMAS dice así:


Y la muerte no tendrá dominio.
Los hombres desnudos han de ser uno solo
con el hombre en el viento y la luna poniente;
cuando sus huesos queden limpios
y los limpios huesos se dispersen,
ellos tendrán estrellas en el codo y en el pie;
aunque se vuelvan locos serán cuerdos,
aunque se hundan en el mar de nuevo surgirán,
aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor;
y la muerte no tendrá dominio.

Y la muerte no tendrá dominio.
Los que hace tiempo yacen
bajo los dédalos del mar no han de morir entre los vientos,
retorcidos de angustia cuando los nervios cedan,
atados a una rueda no serán destrozados;
la fe, en sus manos, ha de partirse en dos,
y habrán de traspasarles los males unicornes;
rotos todos los cabos, ellos no estallarán.
Y la muerte no tendrá dominio.

Y la muerte no tendrá dominio.
Y las gaviotas no gritarán en los oídos
ni romperán las olas sonoras en las playas;
donde alentó una flor, otra flor tal vez nunca
levante su cabeza a los embates de la lluvia;
y aunque ellos estén locos y totalmente muertos
sus cabezas martillearán en las margaritas;
irrumpirán al sol hasta que el sol sucumba,
y la muerte no tendrá dominio.
                                                  

Estremecedor debate sentimental que ahonda en las resistencias a nuestra humana escena final que convoca otro conocido poema del mismo autor:


NO ENTRES DOCILMENTE EN ESA NOCHE QUIETA
No entres dócilmente en esa noche quieta.
La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día;
Rabia, rabia, contra la agonía de la luz.
Aunque los sabios al morir entiendan que la tiniebla es justa,
porque sus palabras no ensartaron relámpagos
no entran dócilmente en esa noche quieta.
Los buenos, que tras la última inquietud lloran por ese brillo
con que sus actos frágiles pudieron danzar en una bahía verde
rabian, rabian contra la agonía de la luz.
Los locos que atraparon y cantaron al sol en su carrera
y aprenden, ya muy tarde, que llenaron de pena su camino
no entran dócilmente en esa noche quieta.
Los solemnes, cercanos a la muerte,
que ven con mirada deslumbrante
cuánto los ojos ciegos pudieron alegrarse
y arder como meteoros
rabian, rabian contra la agonía de la luz.
Y tú mi padre, allí, en tu triste apogeo
maldice, bendice, que yo ahora imploro
con la vehemencia de tus lágrimas.
No entres dócilmente en esa noche quieta.
Rabia, rabia, contra la agonía de la luz.

Los poemas se vitalizan convocando otros poemas (de igual traductora) como es el caso del de Allen Ginsberg:


CANCIÓN
El peso del mundo es el amor.
Debajo de la carga
                  de la soledad,
debajo de la carga
            de la insatisfacción
                                        el peso,
el peso que llevamos
                         es el amor.
¿Quién lo puede negar?
      En sueños
               toca el cuerpo,
en los pensamientos
   construye
         un milagro,
 en la imaginación
             se angustia
                     hasta nacer humano-
mira desde el corazón
        ardiendo de pureza-
porque el peso del mundo
                                   es el amor,
pero llevamos la carga
con agotamiento,
y así es que debemos descansar
en los brazos del amor
al fin,
debemos descansar en los brazos
            del amor.
No hay descanso
         sin amor,
no hay sueño
            sin sueños de amor-
estés loco o tiritando
obsesionado con ángeles
                               o máquinas,
el último deseo
                      es amor
-no puede ser amargo,
                      no puede negarse,
no lo podemos retener
si se niega:
su carga es demasiado pesada
            -debe dar sin recibir
        como el pensamiento
se da en soledad
con toda la excelencia
                        de su exceso.
Los cuerpos cálidos
                   brillan juntos
                             en la oscuridad,
la mano se mueve
        al centro
            de la carne,
la piel tiembla
            de felicidad
y el alma viene alegre al ojo-
sí, sí,
            eso es lo que quería,
lo que siempre quise,
lo que siempre quise,
                             regresar
al cuerpo
            en donde nací.

                                                

Un regreso corporal a uno mismo y a todo cuanto vivimos en el entorno querido, que aparece "contactado", en un momento de tan humana esperanza de resurrección, por la pareja protagonista de la novela y las películas que evocamos.

Milagro que nada como la poesía convoca vitalmente.

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